MISA EN EL IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE SANTA TERESA DE JESÚS
HOMILÍA DE JUAN PABLO II
Solemnidad de Todos los Santos
Ávila, 1 de noviembre de 1982
Ávila, 1 de noviembre de 1982
Venerables hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:
queridos hermanos y hermanas:
1. “Oré y me fue dada la prudencia. Invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de la sabiduría . . .
La amé más que la salud y la hermosura . . . Todos los bienes me vinieron juntamente con ella, y en sus manos me trajo una riqueza incalculable. Yo me gocé en todos estos bienes, porque es la sabiduría quien los trae”.
He venido hoy a Ávila para adorar la Sabiduría de Dios. Al final de este IV centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús, que fue hija singularmente amada de la Sabiduría divina. Quiero adorar la Sabiduría de Dios, junto con el Pastor de esta diócesis, con todos los obispos de España, con las autoridades abulenses y de Alba de Tormes presididas por Sus Majestades y miembros del Gobierno, con tantos hijos e hijas de la Santa y con todo el Pueblo de Dios aquí congregado, en esta festividad de Todos los Santos.
Teresa de Jesús es arroyo que lleva a la fuente, es resplandor que conduce a la luz. Y su luz es Cristo, el “Maestro de la Sabiduría”, el “Libro vivo” en que aprendió las verdades; es esa “luz del cielo”, el Espíritu de la Sabiduría, que ella invocaba para que hablase en su nombre y guiase su pluma. Vamos a unir nuestra voz a su canto eterno de las misericordias divinas, para dar gracias a ese Dios que es “la misma Sabiduría”.
2. Y me alegra poder hacerlo en esta Ávila de Santa Teresa que la vio nacer y que conserva los recuerdos más entrañables de esta virgen de Castilla. Una ciudad célebre por sus murallas y torres, por sus iglesias y monasterios. Que con su complejo arquitectónico evoca plásticamente ese castillo interior y luminoso que es el alma del justo, en cuyo centro Dios tiene su morada. Una imagen de la ciudad de Dios con sus puertas y murallas, alumbrada por la luz del Cordero.
Todo en esta ciudad conserva el recuerdo de su hija predilecta. “La Santa”, lugar de su nacimiento y casa solariega; la parroquia donde fue bautizada; la catedral, con la imagen de la Virgen de la Caridad que aceptó su temprana consagración; la Encarnación, que acogió su vocación religiosa y donde llegó al culmen de su experiencia mística; San José, primer palomarcito teresiano, de donde salió Teresa, como “andariega de Dios”, a fundar por toda España.
Aquí también yo deseo estrechar todavía más mis vínculos de devoción hacia los Santos del Carmelo nacidos en estas tierras, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. En ellos no sólo admiro y venero a los maestros espirituales de mi vida interior, sino también a dos faros luminosos de la Iglesia en España, que han alumbrado con su doctrina espiritual los senderos de mi patria, Polonia, desde que al principio del siglo XVII llegaron a Cracovia los primeros hijos del Carmelo teresiano.
La circunstancia providencial de la clausura del IV centenario de la muerte de Santa Teresa me ha permitido realizar este viaje que deseaba desde hace tanto tiempo.
3. Quiero repetir en esta ocasión las palabras que escribí al principio de este ano centenario: “Santa Teresa de Jesús está viva, su voz resuena todavía hoy en la Iglesia”. Las celebraciones del año jubilar, aquí en España y en el mundo entero, han ratificado mis previsiones.
Teresa de Jesús, primera Doctora de la Iglesia universal, se ha hecho palabra viva acerca de Dios, ha invitado a la amistad con Cristo, ha abierto nuevas sendas de fidelidad y servicio a la Santa Madre Iglesia. Sé que ha llegado al corazón de los obispos y sacerdotes, para renovar en ellos deseos de sabiduría y de santidad, para ser “luz de su Iglesia”. Ha exhortado a los religiosos y religiosas a “seguir los consejos evangélicos con toda la perfección” para ser “siervos del amor”.
Ha iluminado la experiencia de los seglares cristianos con su doctrina acerca de la oración y de la caridad, camino universal de santidad; porque la oración, como la vida cristiana, no consiste “en pensar mucho, sino en amar mucho” y “todos son hábiles de su natural para amar”.
Su voz ha resonado más allá de la Iglesia católica, suscitando simpatías a nivel ecuménico, y trazando puentes de diálogo con los tesoros de espiritualidad de otras culturas religiosas. Me alegra sobre todo saber que la palabra de Santa Teresa ha sido acogida con entusiasmo por los jóvenes. Ellos se han apoderado de esa sugestiva consigna teresiana que yo quiero ofrecer como mensaje a la juventud de España: “En este tiempo son menester amigos fuertes de Dios”.
Por todo ello quiero expresar mi gratitud al Episcopado Español, que ha promovido este acontecimiento eclesial de renovación. Agradezco también el esfuerzo de la junta nacional del centenario y el de las delegaciones diocesanas. A todos los que han colaborado en la realización de los objetivos del centenario, la gratitud del Papa, que es el agradecimiento en nombre de la Iglesia.
4. Las palabras del Salmo responsorial traen a la memoria la gran empresa fundacional de Santa Teresa: “Bienaventurados los que moran en tu casa y continuamente te alaban . . . Porque más que mil vale un día en tus atrios . . . Y da Yahvé la gracia y la gloria y no niega los bienes . . . Bienaventurado el hombre que en ti confía”.
Aquí en Ávila se cumplió, con la fundación del monasterio de San José, al que siguieron las otras 16 fundaciones suyas, un designio de Dios para la vida de la Iglesia. Teresa de Jesús fue el instrumento providencial, la depositaria de un nuevo carisma de vida contemplativa que tantos frutos tenia que dar.
Cada monasterio de carmelitas descalzas tiene que ser “rinconcito de Dios”, “morada” de su gloria y “paraíso de su deleite”. Ha de ser un oasis de vida contemplativa, “un palomarcito de la Virgen Nuestra Señora”. Donde se viva en plenitud el misterio de la Iglesia que es Esposa de Cristo; con ese tono de austeridad y de alegría característico de la herencia teresiana. Y donde el servicio apostólico en favor del Cuerpo místico, según los deseos y consignas de la Madre Fundadora, pueda siempre expresarse en una experiencia de inmolación y de unidad: “Todas juntas se ofrecen en sacrificio por Dios”. En fidelidad a las exigencias de la vida contemplativa que he recordado recientemente en mi Carta a las carmelitas descalzas, serán siempre el honor de la Esposa de Cristo; en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares donde están presentes como santuarios de oración.
Y lo mismo vale para los hijos de Santa Teresa, los carmelitas descalzos, herederos de su espíritu contemplativo y apostólico, depositarios de las ansias misioneras de la Madre Fundadora. Que las celebraciones del centenario infundan también en vosotros propósitos de fidelidad en el camino de la oración y de fecundo apostolado en la Iglesia. Para mantener siempre vivo el mensaje de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz.
5. Las palabras de San Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura de esta Eucaristía, nos llevan hasta ese profundo hontanar de la oración cristiana, de donde brota la experiencia de Dios y el mensaje eclesial de Santa Teresa. Hemos recibido “el espíritu de adopción, por el que clamamos ¡Abbá! (Padre) . . . Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con El para ser con El glorificados”.
La doctrina de Teresa de Jesús está en perfecta sintonía con esa teología de la oración que presenta San Pablo, el Apóstol con el que ella se identificaba tan profundamente. Siguiendo al Maestro de la oración, en plena consonancia con los Padres de la Iglesia, ha querido enseñar los secretos de la plegaria comentando la oración del Padre nuestro.
En la primera palabra, ¡Padre!, la Santa descubre la plenitud que nos confía Jesucristo, maestro y modelo de la oración. En la oración filial del cristiano se encuentra la posibilidad de entablar un diálogo con la Trinidad que mora en el alma de quien vive en gracia, como tantas veces experimentó la Santa: “Entre tal hijo y tal Padre - escribe -, forzado ha de estar el Espíritu Santo que enamore vuestra voluntad y os la ate tan grandísimo amor . . .”. Esta es la dignidad filial de los cristianos: poder invocar a Dios como Padre, dejarse guiar por el Espíritu, para ser en plenitud hijos de Dios.
6. Por medio de la oración Teresa ha buscado y encontrado a Cristo. Lo ha buscado en las palabras del Evangelio que va desde su juventud “hacían fuerza en su corazón”; lo ha encontrado “trayéndolo presente dentro de sí”; ha aprendido a mirarlo con amor en las imágenes del Señor de las que era tan devota; con esta Biblia de los pobres —las imágenes— y esta Biblia del corazón —la meditación de la palabra— ha podido revivir interiormente las escenas del Evangelio y acercarse al Señor con inmensa confianza.
¡Cuántas veces ha meditado Santa Teresa aquellas escenas del Evangelio que narran las palabras de Jesús a algunas mujeres! ¡Qué gozosa libertad interior le ha procurado, en tiempos de acentuado antifeminismo, esta actitud condescendiente del Maestro con la Magdalena, con Marta y María de Betania, con la Cananea y la Samaritana, esas figuras femeninas que tantas veces recuerda la Santa en sus escritos! No cabe duda que Teresa ha podido defender la dignidad de la mujer y sus posibilidades de un servicio apropiado en la Iglesia desde esta perspectiva evangélica: “No aborrecisteis, Señor de mi alma, cuando andabais por el mundo, las mujeres, antes las favorecisteis siempre con mucha piedad...”.
La escena de Jesús con la Samaritana junto al pozo de Sicar que hemos recordado en el Evangelio, es significativa. El Señor promete a la Samaritana el agua viva: “Quien bebe de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere, no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna”.
Entre las mujeres santas de la historia de la Iglesia, Teresa de Jesús es sin duda la que ha respondido a Cristo con el mayor fervor del corazón: ¡Dame de esta agua! Ella misma nos lo confirma cuando recuerda sus primeros encuentros con el Cristo del Evangelio: “¡Oh, qué de veces me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana!, y así soy muy aficionada a aquel Evangelio”. Teresa de Jesús, como una nueva Samaritana, invita ahora a todos a acercarse a Cristo, que es manantial de aguas vivas.
Cristo Jesús, el Redentor del hombre, fue el modelo de Teresa. En El encontró la Santa la majestad de su divinidad y la condescendencia de su humanidad: “Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos, traerle humano”; “veía que aunque era Dios, que era Hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres”. ¡Qué horizontes de familiaridad con Dios nos descubre Teresa en la humanidad de Cristo! ¡Con qué precisión afirma la fe de la Iglesia en Cristo que es verdadero Dios y verdadero hombre! ¡Cómo lo experimenta cercano, “companero nuestro en el Santísimo Sacramento”!
Desde el misterio de la Humanidad sacratísima que es puerta, camino y luz, ha llegado hasta el misterio de la Santísima Trinidad, fuente y meta de la vida del hombre, “espejo adonde nuestra imagen está esculpida”. Y desde la altura del misterio de Dios ha comprendido el valor del hombre, su dignidad, su vocación de infinito.
7. Acercarse al misterio de Dios, a Jesús, “traer a Jesucristo presente” constituye toda su oración.
Esta consiste en un encuentro personal con aquel que es el único camino para conducirnos al Padre. Teresa reaccionó contra los libros que proponían la contemplación como un vago engolfarse en la divinidad o como un “no pensar nada” viendo en ello un peligro de replegarse sobre uno mismo, de apartarse de Jesús del cual nos “vienen todos los bienes”. De aquí su grito: “Apartarse de Cristo . . . no lo puedo sufrir”. Este grito vale también en nuestros días contra algunas técnicas de oración que no se inspiran en el Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir de Cristo, en favor de un vacío mental que dentro del cristianismo no tiene sentido. Toda técnica de oración es válida en cuanto se inspira en Cristo y conduce a Cristo, el camino, la verdad y la vida.
Bien es verdad que el Cristo de la oración teresiana va más allá de toda imaginación corpórea y de toda representación figurativa; es Cristo resucitado, vivo y presente, que sobrepasa los límites de espacio y lugar, siendo a la vez Dios y hombre. Pero a la vez es Jesucristo, Hijo de la Virgen que nos acompaña y nos ayuda.
Bien es verdad que el Cristo de la oración teresiana va más allá de toda imaginación corpórea y de toda representación figurativa; es Cristo resucitado, vivo y presente, que sobrepasa los límites de espacio y lugar, siendo a la vez Dios y hombre. Pero a la vez es Jesucristo, Hijo de la Virgen que nos acompaña y nos ayuda.
Cristo cruza el camino de la oración teresiana de extremo a extremo, desde los primeros pasos hasta la cima de la comunión perfecta con Dios. Cristo es la puerta por la que el alma accede al estado místico. Cristo la introduce en el misterio trinitario. Su presencia en el desenvolvimiento de este “trato amistoso” que es la oración es obligado y necesario: El lo actúa y genera. Y El es también objeto del mismo. Es el “libro vivo”, Palabra del Padre. El hombre aprende a quedarse en profundo silencio, cuando Cristo le enseña interiormente “sin ruido de palabras”; se vacía dentro de sí “mirando al Crucificado”. La contemplación teresiana no es búsqueda de escondidas virtualidades subjetivas por medio de técnicas depuradas de purificación interior, sino abrirse en humildad a Cristo y a su Cuerpo místico, que es la Iglesia.
8. En mi ministerio pastoral he afirmado con insistencia los valores religiosos del hombre, con quien Cristo mismo se ha identificado; ese hombre que es el camino de la Iglesia, y por lo tanto determina su solicitud y su amor, para que todo hombre alcance la plenitud de su vocación.
Santa Teresa de Jesús tiene una enseñanza muy explícita sobre el inmenso valor del hombre: “¡Oh Jesús mío! —exclama en una hermosa oración—, cuán grande es el amor que tenéis a los hijos de los hombres, que el mejor servicio que se os puede hacer es dejaros a Vos por su amor y ganancia y entonces sois poseído más enteramente... Quien no amare al prójimo, no os ama, Señor mío; pues con tanta sangre vemos mostrado el amor tan grande que tenéis a los hijos de Adán”. Amor de Dios y amor del prójimo, unidos indisolublemente; son la raíz sobrenatural de la caridad, que es el amor de Dios, y con la manifestación concreta del amor del prójimo, esa “más cierta señal” de que amamos a Dios.
9. El eje de la vida de Teresa como proyección de su amor por Cristo y su deseo de la salvación de los hombres fue la Iglesia. Teresa de Jesús “sintió la Iglesia”, vivió “la pasión por la Iglesia” como miembro del Cuerpo místico.
Los tristes acontecimientos de la Iglesia de su tiempo, fueron como heridas progresivas que suscitaron oleadas de fidelidad y de servicio. Sintió profundamente la división de los cristianos como un desgarro de su propio corazón. Respondió eficazmente con un movimiento de renovación para mantener resplandeciente el rostro de la Iglesia santa. Se fueron ensanchando los horizontes de su amor y de su oración a medida que tomaba conciencia de la expansión misionera de la Iglesia católica; con la mirada y el corazón fijos en Roma, el centro de la catolicidad, con un afecto filial hacia “el Padre Santo”, como ella llama al Papa, que le llevó incluso a mantener una correspondencia epistolar con mi predecesor el Papa Pío V. Nos emociona leer esa confesión de fe con la que rubrica el libro de las Moradas: “En todo me sujeto a lo que tiene la Santa Iglesia Católica Romana, que en esto vivo y protesto y prometo vivir y morir”.
En Ávila se encendió aquella hoguera de amor eclesial que iluminaba y enfervorizaba a teólogos y misioneros. Aquí empezó aquel servicio original de Teresa en la Iglesia de su tiempo; en un momento tenso de reformas y contrarreformas optó por el camino radical del seguimiento de Cristo, por la edificación de la Iglesia con piedras vivas de santidad; levantó la bandera de los ideales cristianos para animar a los capitanes de la Iglesia. Y en Alba de Tormes, al final de una intensa jornada de caminos fundacionales, Teresa de Jesús, la cristiana verdadera y la esposa que deseaba ver pronto al Esposo, exclama: “Gracias... Dios mío..., porque me hiciste hija de tu Santa Iglesia católica”. O como recuerda otro testigo: “Bendito sea Dios..., que soy hija de la Iglesia”.
¡Soy hija de la Iglesia! He aquí el título de honor y de compromiso que la Santa nos ha legado para amar a la Iglesia, para servirla con generosidad.
10. Queridos hermanos y hermanas: Hemos recordado la figura luminosa y siempre actual de Teresa de Jesús, la hija singularmente amada de la divina Sabiduría, la andariega de Dios, la Reformadora del Carmelo, gloria de España y luz de la Santa Iglesia, honor de las mujeres cristianas, presencia distinguida en la cultura universal.
Ella quiere seguir caminando con la Iglesia hasta el final de los tiempos. Ella que en el lecho de muerte decía: “Es hora de caminar”. Su figura animosa de mujer en camino, nos sugiere la imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo, que camina en el tiempo ya en el alba del tercer milenio de su historia.
Teresa de Jesús que supo de las dificultades de los caminos, nos invita a caminar llevando a Dios en el corazón. Para orientar nuestra ruta y fortalecer nuestra esperanza nos lanza esa consigna, que fue el secreto de su vida y de su misión: “Pongamos los ojos en Cristo nuestro bien”, para abrirle de par en par las puertas del corazón de todos los hombres. Y así el Cristo luminoso de Teresa de Jesús será, en su Iglesia, “Redentor del hombre, centro del cosmos y de la historia”.
¡Los ojos en Cristo! Para que en el camino de la Iglesia, como en los caminos de Teresa que partieron de esta ciudad de Ávila, Cristo sea “camino, verdad y vida”. Así sea.
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