El momento de la muerte es un instante, que no siendo de
duración muy perceptible, nos es muy poco conocido, y sin embargo, es el que
determina nuestro paso hacia la eternidad. Por no pensar en él o por dedicarle
una atención tan secundaria o débil ¡cuántas almas están ahora ardiendo en el
infierno por haber desechado ese saludable pensamiento.
El demonio pone gran cuidado en hacernos perder tal
recuerdo, pues mejor que nosotros sabe cuán saludable sea para librarnos del
pecado y conducirnos a Dios. Los santos cuidaban de jamás perder de vista dicho
pensamiento para la salvación de sus almas.
El pensamiento de la muerte produce en nosotros tres efectos: 1º. nos induce a desprendernos del mundo; 2º.
modera nuestras pasiones; 3º. nos anima a llevar una vida más santa.
El pensamiento de la muerte produce en nosotros piadosas
reflexiones: nos pone delante de nuestros ojos toda nuestra vida; y entonces pensamos que todo aquello que nos
regocija según el mundo durante nuestra vida nos hará llorar lágrimas en la hora de nuestra muerte; nuestros
pecados, que nunca deben borrársenos de nuestra memoria, son otras tantas
serpientes que nos devoran; el tiempo que perdimos, las gracias que
despreciamos: todo ello se nos representará a la hora de nuestra muerte.
Si pensamos a menudo en nuestra muerte, pondremos gran
cuidado en conservar la gracia de Dios; si por desdicha perdiésemos esa gracia,
nos daremos prisa a recobrarla, perderemos nuestra afición a los bienes y
placeres de este mundo, soportaremos las miserias de nuestra vida con espíritu
de penitencia y reconoceremos que Nuestro Señor es quien nos las envía para la
expiación de nuestros pecados.
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