No solo a la vista de un cadáver que llevan a enterrar,
debemos tener el pensamiento de la muerte para quitarnos la afición a esta vida
y los placeres del mundo, y para llevarnos a pensar seriamente en aquel momento
terrible, que debe decidir nuestra eternidad: cielo o infierno, dicha y gozos
eternos o desdicha y tormentos sin fin.
Vemos en el evangelio cuan necesario nos es el pensamiento
de la muerte para desengañarnos de la vida y para aficionarnos solamente a
Dios. Jesucristo quiere que nunca perdamos de vista la consideración de la
salida de este mundo para la eternidad. La Iglesia siempre atenta para
proporcionarnos los medios más adecuados para inducirnos a trabajar por nuestra
salvación, nos evoca, tres veces al año, el recuerdo de los muertos que
Jesucristo resucitó: la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Nahim y Lázaro de Betania.
Es cierto que llegará un día en que ya no perteneceremos al
mundo de los vivos, y en que nadie pensará en nosotros, como si nunca
hubiésemos existido. Todos iremos algún
día al sepulcro, jóvenes o viejos, sanos o enfermos, tanto la joven mundana que siempre se
preocupó por su aspecto, como aquél orgulloso que tan pagado estaba de su
talento, de sus riquezas, de su crédito y de su oficio.
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