Primera
estación: Jesús es condenado a muerte
Por
tercera vez les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él
ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo
soltaré». Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo
crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se
realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la
cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad (Lc
23,22-25).
Meditación
Te veo,
Jesús, delante del Gobernador, que por tres veces intenta enfrentarse a la
voluntad del pueblo, y al final elige no elegir; delante de la masa de gente,
que es consultada por tres veces y siempre decide contra ti. La muchedumbre, es
decir, todos y ninguno. El hombre pierde su propia personalidad escondido en la
masa; es una voz entre otras mil voces. Antes de negarte, se niega a sí mismo,
diluyendo la propia personalidad en aquella fluctuante multitud sin rostro. Y,
sin embargo, es responsable. Es el hombre quien te condena, engañado por los
agitadores, por el mal que se propaga con voz mentirosa y ensordecedora.
Hoy nos
horroriza esa injusticia y nos gustaría distanciarnos de ella. Pero al hacerlo,
nos olvidamos de todas las veces en que también nosotros hemos decidido salvar
a Barrabás en vez de a ti. Cuando nuestro oído se ensordeció a la llamada del
bien, cuando hemos preferido no ver la injusticia ante nosotros.
En esa
plaza abarrotada, habría sido suficiente que un corazón solo hubiera dudado,
con que una sola voz se hubiera alzado contra las mil voces del mal. Recordemos
esa plaza y ese error cada vez que la vida nos pone ante una elección. Dejemos
que nuestros corazones duden y hagamos que nuestra voz se alce.
Oración
Te
pido, Señor, que veles por nuestras decisiones:
ilumínalas con tu luz,
cultiva en nosotros la semilla de una duda.
Sólo el mal no duda nunca.
Los árboles que hunden sus raíces en la tierra,
si están regados por el mal, se marchitan,
pero tú has puesto nuestras raíces en el Cielo
y las ramas sobre la tierra para reconocerte y seguirte.
Pater noster...
aceptemos nuestros sufrimientos e, iluminados por tu amor,
abracemos nuestras cruces, que tu muerte y resurrección vuelven gloriosas.
Danos la gracia de mirar nuestras historias
y descubrir en ellas tu amor por nosotros.
Pater noster...
la valentía de levantarnos después de cada caída
tal y como hiciste tú en el camino del Calvario.
Te pido que sepamos apreciar siempre
el don inmenso y precioso de la vida
y que los fracasos y las caídas
no sean nunca un motivo para despreciarla,
conscientes de que, si nos fiamos de ti,
nos levantaremos de nuevo y
encontraremos la fuerza para seguir siempre adelante.
Pater noster...
a tener siempre presente el ejemplo de María,
que aceptó la muerte de su hijo
como un gran misterio de salvación.
Ayúdanos a vivir con la mirada orientada al bien de los otros
y a morir en la esperanza de la resurrección,
conscientes de no estar nunca solos,
ni abandonados por Dios, ni por María,
Madre buena que se preocupa siempre por sus hijos.
Pater noster...
encuentre el valor para ser como el Cireneo,
que toma la cruz y sigue tus pasos.
Que cada uno de nosotros sea tan humilde y fuerte
para cargar con la cruz de los que encontramos.
Que cuando nos sintamos solos
podamos reconocer en nuestro camino un Simón de Cirene
que se detiene y carga con nuestro peso.
Concédenos que sepamos buscar lo mejor de cada persona,
y de abrirnos a cada encuentro incluso en la diversidad.
Te pido para que todos nosotros
podamos encontrarnos inesperadamente a tu lado.
Pater noster...
de acercarme a los demás, a cada persona,
joven o anciana, pobre o rica, querida o desconocida,
y de ver en esos rostros tu rostro.
Ayúdame a socorrer con prontitud
al prójimo, en el que tú habitas,
como la Verónica corrió hacia ti en el camino del Calvario.
Pater noster...
que aprendamos de nuestros fracasos.
Recuérdanos que cuando nos toque equivocarnos y caer,
si estamos contigo y nos aferramos a tu mano,
podremos aprender a levantarnos.
Haz que los jóvenes llevemos a todos tu mensaje de humildad
y que las generaciones futuras abran los ojos para verte
y sepan comprender tu amor.
Enséñanos a ayudar a quien sufre y cae a nuestro lado,
a enjugar su sudor y a tender la mano para levantarlo.
Pater noster...
junto con las mujeres y los hombres de este mundo,
seamos cada vez más caritativos
con los necesitados, tal como lo fuiste tú.
Danos la fuerza para ir contra corriente
y entrar en auténtica relación con los demás,
construyendo puentes y evitando cerrarnos en el egoísmo
que nos lleva a la soledad del pecado.
Pater noster...
la fuerza para seguir en nuestro camino.
Que mantengamos hasta el final
la esperanza y el amor que nos has dado.
Que todos puedan hacer frente a los desafíos de la vida
con la fuerza y la fe con la que tú has vivido
los últimos momentos de tu camino
hacia la muerte en cruz.
Pater noster...
la dignidad de nuestra naturaleza,
incluso cuando nos encontramos desnudos y solos ante los hombres.
Que sepamos ver siempre la dignidad de los demás,
y honrarla y protegerla.
Te pedimos que nos des la audacia necesaria
para conocernos a nosotros mismos por encima de lo que nos cubre;
y para aceptar la desnudez que nos pertenece
y nos recuerda nuestra pobreza,
de la que te enamoraste hasta dar la vida por nosotros.
Pater noster...
tenga la disposición para reconocerlo;
que ante una injusticia tenga
la valentía de tomar las riendas de mi vida y actuar de otro modo;
que me libere de todos los miedos
que como clavos me paralizan y me alejan
de la vida que tú has esperado y preparado para nosotros.
Pater noster...
que te vea también en los sufrimientos,
en la muerte, en el final que no es el final verdadero.
Remueve mi indiferencia con tu cruz, sacude mi apatía.
Interrógame siempre con tu misterio desconcertante,
que supera la muerte y da la vida.
Pater noster...
que tengamos siempre viva la esperanza y
la fe en tu amor incondicional.
Que sepamos mantener siempre viva y encendida
la mirada hacia la salvación eterna,
y que podamos encontrar descanso y paz en nuestro camino.
Pater noster...
sino en el silencio de una noche oscura.
Tú que no miras la superficie, sino que ves en lo secreto
y entras en lo más profundo,
desde lo hondo escucha nuestra voz:
que podamos, los que estamos cansados, descansar en ti,
reconocer en ti nuestro origen,
ver en el amor de tu rostro dormido
nuestra belleza perdida.
Pater noster...
Segunda
estación: Jesús con la cruz a cuestas
Y
llamando a la gente y a sus discípulos les dijo: «Si alguno quiere venir en pos
de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera
salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el
Evangelio, la salvará» (Mc 8,34-35).
Meditación
Te veo,
Jesús, coronado de espinas, mientras tomas tu cruz. La recibes como siempre has
recibido todo y a todos. Te cargan con el madero, pesado, áspero, pero tú no te
rebelas, no rechazas ese instrumento de tortura injusto e innoble. Lo tomas
sobre ti y comienzas a caminar llevándolo sobre los hombros. Cuántas veces me
he rebelado y enfadado por los trabajos que he recibido, y que he considerado
pesados e injustos. Tú no haces eso. Solo tienes algún año más que yo; hoy se
diría que eres aún joven, pero eres dócil, y tomas en serio lo que la vida te
ofrece, cada ocasión que se te presenta, como si quisieras llegar hasta el
fondo de las cosas y descubrir que hay siempre algo más que lo que se ve, un
significado escondido y sorprendente. Gracias a ti comprendo que esta es una
cruz de salvación y de liberación, cruz de apoyo en el tropiezo, yugo ligero,
carga que no pesa.
Del
escándalo que representa la muerte del Hijo de Dios, muerte de pecador, muerte
de malhechor, nace la gracia de descubrir en el dolor la resurrección, en el
sufrimiento tu gloria, en la angustia tu salvación. La misma cruz, símbolo de
humillación y dolor para el hombre, se manifiesta ahora, por la gracia de tu
sacrificio, como una promesa: de cada muerte resurgirá una vida y en cada
oscuridad resplandecerá una luz. Y podemos exclamar: «Ave, oh cruz, única
esperanza».
Oración
Te
ruego, Señor, que con la luz de la cruz, símbolo de nuestra fe,
Tercera
estación: Jesús cae por primera vez
Él
soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos
leproso, herido de Dios y humillado (Is 53,4).
Meditación
Te veo,
Jesús, sufriendo mientras recorres el camino hacia el Calvario, cargado con
nuestros pecados. Y te veo caer, con las manos y las rodillas en el suelo,
lleno de dolores. ¡Con qué humildad has caído! ¡Cuánta humillación sufres
ahora! Tu naturaleza de hombre verdadero se muestra claramente en este momento
de tu vida. La cruz que llevas es pesada; necesitarías ayuda, pero cuando caes
al suelo nadie te socorre, es más, los hombres se burlan de ti, ríen ante la
imagen de un Dios que cae. Tal vez están decepcionados, quizás se hicieron una
idea equivocada de ti. A veces creemos que tener fe en ti significa no caer
nunca en la vida. Junto a ti caigo yo también, y conmigo mis ideas, las que
tenía sobre ti: ¡Qué frágiles eran!
Te veo,
Jesús, que aprietas los dientes y, completamente abandonado al amor del Padre,
te levantas y retomas tu camino. Con estos primeros pasos hacia la cruz, tan
vacilantes, me recuerdas, Jesús, a un niño que da sus primeros pasos en la vida
y pierde el equilibrio, y cae y llora, pero luego continúa. Se confía en las
manos de sus padres y no se detiene; él tiene miedo pero sigue adelante, porque
el miedo deja paso a la confianza.
Con tu
valentía nos enseñas que los fracasos y las caídas nunca deben parar nuestro
camino y que siempre podemos elegir: rendirnos o levantarnos contigo.
Oración
Te pido, Señor, que despiertes en nosotros los jóvenes
Cuarta
estación: Jesús encuentra a su Madre
Simeón
los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en
Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti
misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los
pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,34-35).
Meditación
Te veo,
Jesús, cuando encuentras a tu Madre. María está allí, camina por la calle llena
de gente, hay muchas personas a su lado. Lo único que la distingue de los demás
es que ella está allí para acompañar a su hijo. Una situación que se constata
todos los días: las madres acompañan a sus hijos a la escuela o al médico o los
llevan con ellas al trabajo. Pero María se distingue de las demás madres: está
acompañando a su hijo a morir. Ver morir a un hijo es lo peor que se puede
desear a una persona, la más antinatural; aún más atroz si el hijo, inocente,
está muriendo a manos de la justicia. ¡Qué escena tan antinatural e injusta
ante mis ojos! Mi madre me ha educado en el sentido de la justicia y a tener
confianza en la vida, pero lo que mis ojos ven hoy no tiene nada de esto, no tiene
sentido y está lleno de sufrimiento.
Te veo,
María, que miras a tu pobre hijo: tiene las marcas de la flagelación en la
espalda y se ve obligado a soportar el peso de la cruz, y probablemente muy
pronto caerá bajo ella por el cansancio. Y tú sabías que tarde o temprano
sucedería, te lo habían profetizado, pero ahora que ha acaecido todo es
diferente; siempre ocurre así, no estamos preparados para la vida, para su
crudeza. María, ahora estás triste, como lo estaría cualquier mujer en tu
lugar, pero no estás desesperada. Tu mirada no se ha apagado, no está vacía, no
caminas con la cabeza agachada. Eres luminosa también en tu tristeza, porque
tienes esperanza, sabes que el viaje de tu hijo no es solo de ida, y sabes, lo
sientes como solo las madres lo perciben, que pronto lo volverás a ver.
Oración
Te
pido, Señor, que nos ayudes
Quinta
estación: El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz
Mientras
lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo,
y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús (Lc 23,26).
Meditación
Te veo,
Jesús, aplastado bajo el peso de la cruz. Veo que tú solo no puedes;
precisamente en el momento de más dificultad, te has quedado solo, ya no están
los que se decían amigos tuyos: Judas te ha traicionado, Pedro te ha renegado,
los otros te han abandonado. Pero de repente sucede un encuentro imprevisto,
alguien, un hombre cualquiera que tal vez te escuchó hablar pero no te siguió,
ahora está aquí, a tu lado, hombro con hombro, para compartir tu yugo. Se llama
Simón y es un extranjero que viene de lejos, de Cirene. Hoy, para él, es algo
inesperado, que se le revela como un encuentro.
Son
infinitos los encuentros y desencuentros que vivimos cada día, sobre todo para
nosotros, los jóvenes, que entramos continuamente en contacto con realidades
nuevas, con nuevas personas. Y en el encuentro inesperado, en lo accidental, en
la sorpresa desconcertante, es donde se esconde la oportunidad para amar, para
reconocer lo mejor del prójimo, aun cuando nos parezca diferente.
Jesús,
algunas veces nos sentimos como tú, abandonados por los que creíamos que eran
nuestros amigos, bajo un peso que nos aplasta. Pero no debemos olvidar que hay
un Simón de Cirene dispuesto para cargar con nuestra cruz. No debemos olvidar
que no estamos solos, y esta certeza nos dará la fuerza para hacernos cargo de
la cruz del que está a nuestro lado.
Te veo,
Jesús: ahora parece que sientes un poco de alivio, ahora que ya no estás solo
puedes respirar por un instante. Y veo a Simón: quién sabe si ha experimentado
que tu yugo es ligero, quién sabe si se da cuenta de lo que significa ese
imprevisto en su vida.
Oración
Señor,
te pido que cada uno de nosotros
Sexta
estación: La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Sin
figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de
los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el
cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado (Is 53, 2-3).
Meditación
Te veo,
Jesús, digno de compasión, casi irreconocible, tratado como el último de los
hombres. Caminas con dificultad hacia tu muerte con la cara ensangrentada y
desfigurada, aunque como siempre mansa y humilde, dirigida hacia lo alto. Una
mujer se abre camino entre la multitud para ver de cerca tu rostro que, quizá
tantas veces, había hablado a su alma y ella había amado. Lo ve sufrir y lo
quiere ayudar. No la dejan pasar, son muchos, demasiados, y armados. Pero a
ella esto no le importa, está determinada a llegar a ti y consigue tocarte
apenas un instante, acariciarte con su velo. Su fuerza es la de la ternura.
Vuestros ojos se cruzan por un instante, el rostro de uno en el rostro del
otro.
Esa
mujer, Verónica, de la que no sabemos nada, de la que no conocemos la historia,
se gana el Paraíso con un simple gesto de caridad. Se te acerca, observa tu
rostro destrozado y lo ama todavía más que antes. Verónica no se queda en las
apariencias, tan importantes hoy en nuestra sociedad de la imagen, sino que ama
incondicionalmente un rostro feo, descuidado, sin maquillaje e imperfecto. Ese
rostro, tu rostro, Jesús, precisamente en su imperfección muestra la perfección
de tu amor por nosotros.
Oración
Te
pido, Jesús, que me des la fuerza
Séptima
estación: Jesús cae por segunda vez
Sin
defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién se preocupará de su estirpe? Lo
arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron
[...] El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento (Is 53, 8.10).
Meditación
Te veo,
Jesús, caer una vez más ante mis ojos. Cayendo otra vez me demuestras que eres
un hombre, un hombre auténtico. Y veo que te alzas de nuevo, más decidido que
antes. No te alzas con soberbia; no hay orgullo en tu mirada, hay amor. Y al
proseguir tu camino, levantándote después de cada caída, anuncias tu
Resurrección, demuestras estar siempre preparado para volver a cargar sobre tus
hombros ensangrentados el peso de los pecados del hombre.
Al caer
de nuevo, nos has mandado un claro mensaje de humildad, has caído en tierra, en
ese humus del que hemos nacido los «humanos». Somos tierra, somos barro, somos
nada en comparación contigo. Pero has querido ser como nosotros, y ahora te
muestras cercano a nosotros, con nuestras mismas dificultades, las mismas
debilidades, con el mismo sudor de la frente. Ahora tú, en este viernes, como
nos ocurre también a nosotros, estás postrado por el dolor. Pero tienes la
fuerza para seguir adelante, no tienes miedo a las dificultades que puedas encontrar,
y sabes que al final del esfuerzo está el Paraíso; te levantas para dirigirte
precisamente allí, para abrirnos las puertas de tu Reino. Eres un rey extraño,
un rey en el polvo.
Siento
un vértigo: nosotros no somos quienes para comparar nuestras dificultades y
nuestras caídas con las tuyas. Las tuyas son un sacrificio, el sacrificio más
grande que mis ojos y toda la historia jamás podrán ver.
Oración
Te
pido, Señor, que estemos dispuestos a levantarnos de nuevo después de una
caída,
Octava
estación: Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
Lo
seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y
lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de
Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque
mirad que vienen días en los que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los
vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces
empezarán a decirles a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas:
“Cubridnos”; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?»
(Lc 23,27-31).
Meditación
Te veo
y te escucho, Jesús, mientras hablas con las mujeres que encuentras en tu
camino hacia la muerte. A lo largo de tus jornadas has visto a muchas personas,
has ido al encuentro y a hablar con todos. Ahora hablas con las mujeres de
Jerusalén que te ven y lloran. También yo soy una de esas mujeres. Pero tú,
Jesús, en tu amonestación usas palabras que me impresionan, son palabras
concretas y directas; a primera vista, pueden parecer duras y severas porque
son francas. De hecho, hoy estamos acostumbrados a un mundo de palabras
ambiguas, una fría hipocresía oculta y filtra lo que realmente queremos decir;
las advertencias se evitan cada vez más, se prefiere abandonar al otro a su
propio destino, sin molestarse en exhortarlo por su propio bien.
En
cambio tú, Jesús, hablas a las mujeres como un padre, también cuando las
reprendes; tus palabras son palabras de verdad y llegan inmediatas con el único
propósito de corregir, no de juzgar. Es un lenguaje diferente al nuestro, tú
hablas siempre con humildad y llegas directamente al corazón.
En este
encuentro, el último antes de la cruz, brota una vez más tu inmenso amor hacia
los últimos y los marginados. De hecho, en aquel tiempo, las mujeres no eran
consideradas dignas de ser interpeladas, mientras que tú, con tu amabilidad,
eres verdaderamente revolucionario.
Oración
Te
suplico, Señor, que yo,
Novena
estación: Jesús cae por tercera vez
Pero él
fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes.
Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos
errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él
todos nuestros crímenes. (Is 53,5-6).
Meditación
Te veo,
Jesús, mientras caes por tercera vez. Has caído ya dos veces y dos veces te has
levantado. No hay ya límites para el cansancio y el dolor, pareces
definitivamente derrotado con esta tercera y última caída. ¡Cuántas veces en la
vida de cada día nos toca caer! Caemos tantas veces que perdemos la cuenta,
pero siempre esperamos que cada caída sea la última, porque se necesita la
fuerza de la esperanza para hacer frente al sufrimiento. Cuando uno cae tantas
veces, las fuerzas al final colapsan y las esperanzas desaparecen
definitivamente.
Me
imagino a tu lado, Jesús, en el camino que te conduce a la muerte. Es difícil
pensar que precisamente tú eres el Hijo de Dios. Alguno ha intentado ya
ayudarte, pero estás agotado, inmóvil, paralizado y da la impresión de que no
podrás continuar. Pero veo que de repente te levantas, enderezas las piernas y
la espalda, todo lo que es posible llevando una cruz sobre los hombros, y
empiezas a caminar de nuevo. Sí, te diriges hacia la muerte, y quieres hacerlo
sin ahorrarte nada. Quizás es esto el amor. Lo que entiendo es que no importa
cuántas veces caigamos, siempre habrá una última, quizás la peor, la prueba más
terrible en la que estamos llamados a encontrar las fuerzas para llegar al
final del camino. Para Jesús, el final es la crucifixión, el absurdo de la
muerte, pero revela un significado más profundo, un propósito más elevado, el
de salvarnos a todos.
Oración
Te
suplico, Señor, que nos des cada día
Décima
estación: Jesús es despojado de las vestiduras
Los
soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro
partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin
costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo (Jn 19,23).
Meditación
Te contemplo, Jesús, desnudo, como nunca antes te había visto. Jesús, te han
quitado tus vestiduras y se las están jugando a los dados. A los ojos de estos
hombres has perdido el único jirón de dignidad que te quedaba, el único objeto
que poseías en este camino de sufrimiento. Al principio de los tiempos, tu
Padre había hecho vestidos para los hombres, para cubrirlos de dignidad; ahora
los hombres te los quitan. Te contemplo, Jesús, y veo a un joven emigrante, un
cuerpo destrozado que llega a una tierra muchas veces cruel, dispuesta a
quitarle sus ropas, su único bien, y venderlas, dejándolo así solo con su cruz,
como la tuya, solo con su piel maltratada, como la tuya, solo con sus ojos
hinchados por el dolor, como los tuyos.
Pero
hay algo que los hombres a menudo olvidan sobre la dignidad: que esta se
encuentra bajo tu piel, es parte de ti y siempre estará contigo, y más aún en
este momento, en esta desnudez.
La
misma desnudez con la que nacemos es la que la tierra nos acoge en el atardecer
de la vida. De una madre a la otra. Y ahora aquí, en esta colina, está también
tu madre, que de nuevo te ve desnudo.
Te veo
y comprendo la grandeza y el esplendor de tu dignidad, de la dignidad de cada
hombre, que nadie podrá jamás suprimir.
Oración
Te
pido, Señor, que todos reconozcamos
Undécima
estación: Jesús es clavado en la cruz
Y
cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a
los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,33-34).
Meditación
Te veo,
Jesús, despojado de todo. Han querido castigarte a ti, inocente, clavándote en
el madero de la cruz. ¿Qué hubiera hecho yo en su lugar, habría tenido el
coraje de reconocer tu verdad, mi verdad? Tú has tenido la fuerza de soportar
el peso de una cruz, de que no te creyeran, de ser condenado por tus palabras
incómodas. Hoy no somos capaces de aceptar una crítica, como si cada palabra
fuera pronunciada para herirnos.
Tú
tampoco te detuviste ante la muerte, creíste profundamente en tu misión y te
fiaste de tu Padre. Hoy, en el mundo de internet, estamos tan condicionados por
todo lo que circula en la red que a veces dudo hasta de mis propias palabras.
Pero tus palabras son distintas, son fuertes en tu debilidad. Tú nos
perdonaste, no tuviste rencor, nos enseñaste a poner la otra mejilla y fuiste
más allá, hasta el sacrificio total de tu propia vida.
Miro
alrededor y veo ojos fijos en las pantallas del teléfono, entregados a las
redes sociales para condenar cada error de los demás sin posibilidad de perdón.
Hombres que, dominados por la ira, se gritan con odio por los motivos más
insignificantes.
Miro
tus heridas y soy consciente, ahora, de que yo no habría tenido tu fuerza. Pero
estoy sentada aquí a tus pies, y me despojo yo también de toda duda, me levanto
de la tierra para poder estar más cerca de ti, aunque solo sea por algunos
centímetros.
Oración
Te
pido, Señor, que ante el bien
Duodécima
estación: Jesús muere en la cruz
Era ya
como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la
hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y
Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu». Y, dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria
a Dios, diciendo: «Realmente, este hombre era justo» (Lc 23,44-47).
Meditación
Te veo,
Jesús, y esta vez no querría verte. Estás muriendo. Era hermoso contemplarte
cuando hablabas a las multitudes, pero ahora todo ha terminado. Y yo no quiero
ver el final; muchas veces he desviado la mirada hacia otra parte, casi me he
habituado a huir del dolor y de la muerte, me he anestesiado.
Tu
grito en la cruz es fuerte, desgarrador: no estábamos preparados para tanto
tormento, no lo estamos, no lo estaremos nunca. Huimos por instinto, presos del
pánico, ante la muerte y el sufrimiento, los rechazamos, preferimos mirar hacia
otro lado o cerrar los ojos. En cambio, tú permaneces ahí, en la cruz, nos
esperas con los brazos abiertos, abriéndonos los ojos.
Es un
gran misterio, Jesús: nos amas muriendo, abandonado, dando tu espíritu,
cumpliendo la voluntad del Padre, retirándote. Tú permaneces en la cruz, y nada
más. No te pones a explicar el misterio de la muerte, de la conclusión de todas
las cosas, haces más que eso: lo atraviesas con todo tu cuerpo y tu espíritu.
Un misterio grande, que sigue interrogándonos e inquietándonos; nos desafía,
nos invita a abrir los ojos, a descubrir tu amor también en la muerte, es más,
a partir precisamente de la muerte. Es ahí donde nos amaste: en nuestra
condición más verdadera, ineludible e inevitable. Es ahí donde comprendemos,
aunque todavía de modo imperfecto, tu presencia viva, auténtica. De esto,
siempre, tendremos sed: de tu cercanía, de tu ser Dios con nosotros.
Oración
Te pido,
Señor, que abras mis ojos,
Decimotercera
estación: Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre
Después
de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús aunque oculto por miedo a
los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato
lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el
que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de
mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en los lienzos con
los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos (Jn 19,38-40).
Meditación
Te veo,
Jesús, todavía ahí, en la cruz. Un hombre de carne y hueso, con sus
fragilidades, con sus miedos. ¡Cuánto has sufrido! Es una escena insoportable,
tal vez justamente porque está impregnada de humanidad. Esta es la palabra
clave, la cifra de tu camino, plagado de esfuerzo y sufrimiento. Precisamente
esta humanidad que a menudo nos olvidamos de reconocer en ti y de buscar en
nosotros mismos y en los demás, demasiado ocupados en una vida que aprieta el
acelerador, ciegos y sordos ante las dificultades y los dolores de los otros.
Te veo,
Jesús. Ahora no estás ya ahí, en la cruz; regresaste al lugar de donde viniste,
colocado sobre el seno de la tierra, sobre el seno de tu Madre. Ahora el
sufrimiento ha pasado, ha desaparecido. Esta es la hora de la piedad. En tu
cuerpo sin vida se reverbera la fuerza con la que afrontaste el sufrimiento; el
sentido que conseguiste darle se refleja en los ojos de quien está todavía ahí
y ha permanecido a tu lado y siempre permanecerá a tu lado en el amor, dado y
recibido. Se abre para ti, para nosotros, una nueva vida, la del cielo, bajo el
signo de lo que resiste y no se quiebra por la muerte: el amor. Tú estás aquí,
con nosotros, en cada instante, en cada paso, en cada incertidumbre, en cada
oscuridad. Mientras la sombra del sepulcro se extiende sobre tu cuerpo que yace
entre los brazos de tu Madre, yo te veo y tengo miedo, pero no desespero, tengo
confianza que la luz, tu luz, volverá a brillar.
Oración
Te
pido, Señor,
Decimocuarta
estación: Jesús es puesto en el sepulcro
Había
un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto, un sepulcro nuevo
donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de
la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús (Jn
19,41-42).
Meditación
No te
veo ya, Jesús, ahora está oscuro. Caen sombras alargadas desde las colinas, y
las lámparas del Shabbat inundan Jerusalén, fuera de las casas y en las
habitaciones. Golpean las puertas del cielo, cerrado e impenetrable. ¿Para
quién es tanta soledad? ¿Quién puede dormir en una noche así? Resuenan en la
ciudad el llanto de los niños, los cantos de las madres, las rondas de los
soldados. Muere el día, y solo tú te has dormido. ¿Duermes? ¿Y cuál es tu lecho?
¿Qué manta te oculta del mundo?
José de
Arimatea ha seguido tus pasos desde lejos, y ahora sin hacer rumor te acompaña
en el sueño, te quita de las miradas de los indignados y los malvados. Una
sábana envuelve tu frío, seca la sangre y el sudor y las lágrimas. De la cruz
desciendes, con ligereza, José te lleva sobre las espaldas, pero eres ligero:
no cargas el peso de la muerte, ni del odio, ni del rencor. Duermes como cuando
te envolvieron en la cálida paja y otro José te tenía en brazos. Igual que entonces
no había lugar para ti, tampoco ahora tienes dónde reclinar la cabeza; pero en
el Calvario, en la dura cerviz del mundo, crece ahí un jardín donde nadie ha
sido sepultado aún.
¿A
dónde te has ido, Jesús? ¿A dónde has descendido, si no es a lo más profundo?
¿A dónde, si no es a ese lugar todavía intacto, a la cámara más angosta? Estás
atrapado en nuestros mismos lazos, en nuestra misma tristeza estás encerrado.
Has caminado como nosotros sobre la tierra, y ahora, bajo tierra, como
nosotros, encuentras espacio.
Querría
correr lejos, pero tú estás dentro de mí; no debo salir a buscarte, porque tú
llamas a mi puerta.
Oración
Te rezo
a ti, Señor, que no te has manifestado en la gloria