sábado, 13 de mayo de 2017

Especial La voz de los Santos- Juan Pablo II Magno y la Virgen de Fátima (I)


Homilía de San Juan Pablo II Magno- Fátima 13 de Mayo de 1982.

1. "Y a partir de aquel momento, el discípulo la recibió en su casa" (Jn,19- 27) Con estas palabras termina el Evangelio de la Liturgia de hoy, aquí en Fátima. El nombre del discípulo era Juan. Precisamente él, Juan, hijo de Zebedeu, apóstol y evangelista, oyó desde lo alto de la Cruz las palabras de Cristo: "He aquí a tu Madre". Anteriormente, Jesús había dicho a la propia Madre: "Señora, He aquí a Tu hijo". Este fue un testamento maravilloso. Al dejar este mundo, Cristo dio a Su Madre un hombre que fuese para Ella como un hijo: Juan. A Ella lo confió. Y, en consecuencia de esta donación y de este acto de entrega, María se tornó madre de Juan. La Madre de Dios se tornó Madre del hombre. Y, a partir de aquel momento, Juan "la recibió en su casa". Juan se tornó también en amparo terrenal de la Madre de su Maestro; es derecho y deber de los hijos, efectivamente, asumir el cuidado de la madre. Pero por encima de todo, Juan se tornó por voluntad de Cristo, en el hijo de la Madre de Dios. Y, en Juan, todos y cada uno de los hombres se tornaron hijos de Ella.
2. "La recibió en su casa" - esta frase significa, literalmente, en su habitación. Una manifestación particular de la maternidad de María en relación a los hombres, son los lugares en que Ella se encuentra con ellos; las casas donde Ella habita; casas donde se siente una presencia toda particular de la Madre. Estos lugares y estas casas son numerosísimos y de una gran variedad: desde los oratorios en las casas y los nichos a lo largo de los caminos, donde sobresale luminosa la imagen de la Santa Madre de Dios, hasta las capillas y las iglesias construidas en Su honra. Hay sin embargo, algunos lugares, en los cuales los hombres sienten particularmente viva la presencia de la Madre. No raro, estos sitios irradian ampliamente su luz y atraen a sí personas de lejos. Su círculo de irradiación puede extenderse al ámbito de una diócesis, a una nación entera, a veces a varios países y hasta los diversos continentes. Estos lugares son los Santuarios Marianos. En todos ellos se realiza de manera admirable aquel testamento singular del Señor Crucificado: allí el hombre se siente entregado y confiado a María y viene para estar con Ella, como se está con la propia Madre. Le abre su corazón y le habla de todo: "La recibe en su casa", dentro de todos sus problemas, a veces difíciles. Problemas propios y de otros. Problemas de las familias, de las sociedades, de las naciones, de la humanidad entera.
3. ¿No sucede así, por ventura, en el santuario de Lourdes en Francia? ¿No es igualmente así, en Jasna Góra en tierras polacas, en el santuario de mi País, que este año celebra su jubileo de los seiscientos años? Parece que también allá, como en tantos otros santuarios marianos esparcidos por el mundo, con una fuerza de autenticidad particular, resuenan estas palabras de la Liturgia del día de hoy: "Tu eres la honra de nuestro pueblo" (Judit, 15-10); y también aquellas otras: "Ante la humillación de nuestra gente", "... aliviaste nuestro abatimiento, con tu rectitud, en la presencia de nuestro Dios"(Judt. 13-20). Estas palabras resuenan aquí en Fátima casi como eco particular de las experiencias vividas no sólo por la Nación portuguesa, sino también por tantas otras naciones y pueblos que se encuentran sobre la faz de la tierra; o mejor, ellas son el eco de las experiencias de toda la humanidad contemporánea, de toda la familia humana.
4. Vengo hoy aquí, porque exactamente en este mismo día del mes, el año pasado, se daba, en la Plaza de San Pedro, en Roma, el atentado a la vida del Papa, que misteriosamente coincidía con el aniversario de la primera aparición en Fátima, la cual se verificó el 13 de Mayo de 1917. Estas fechas se encontraron entre sí de tal manera, que me pareció reconocer en eso un llamado especial para venir aquí. Y es donde hoy estoy. Vine para agradecer a la Divina Providencia, en este lugar, que la Madre de Dios parece haber escogido de modo tan particular. "Misericordiae Domini, quia non sumus consumpti" - Fue gracias al Señor que no fuimos aniquilados (Lam. 3- 22) - repito una vez más con el Profeta. Vine, efectivamente, sobre todo para proclamar aquí la gloria del mismo Dios: "Bendito sea el Señor Dios, Creador del Cielo y de la Tierra", quiero repetir con las palabras de la Liturgia de hoy (Judt. 13-18). Y al Creador del Cielo y de la Tierra elevo también aquel especial himno de gloria, que es Ella propia: la Madre Inmaculada del Verbo Encarnado: "Bendita seas, hija mía, por el Dios Altísimo / Más que todas las mujeres sobre la Tierra... / La confianza que tuviste no será olvidada por los hombres, / Y ellos han de recordar siempre el poder de Dios. / Así Dios te enaltezca eternamente" (Ibid. 13, 18-20). En base a este canto de alabanza, que la Iglesia entona con alegría, aquí como en tantos lugares de la tierra, está la incomparable elección de una hija del género humano para ser Madre de Dios. Y por eso sea sobre todo adorado Dios: Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Sea bendita y venerada María, prototipo de la Iglesia, como "habitación de la Santísima Trinidad".
5. A partir de aquel momento en que Jesús, al morir en la Cruz, dijo a Juan: "He aquí a tu Madre", y a partir del momento en que el discípulo "La recibió en su casa", el misterio de la maternidad espiritual de María tuvo su realización en la historia con una amplitud sin límites. Maternidad quiere decir solicitud por la vida del hijo. Ora sí, María es madre de todos los hombres, su desvelo por la vida del hombre se reviste de un alcance universal. La dedicación de cualquier madre abarca al hombre todo. La maternidad de María tiene su inicio en los cuidados maternos con Cristo. En Cristo, a los pies de la Cruz, Ella aceptó a Juan y, en él, aceptó a todos los hombres y al hombre totalmente. María abraza a todos, con una solicitud particular, en el Espíritu Santo. Es Él, efectivamente, "Aquel que da la vida", como profesamos en el Credo. Y Él que da la plenitud de la vida, con apertura para la eternidad. La maternidad espiritual de María es, pues, participación en el poder del Espíritu Santo, en el poder de Aquel "que da la vida". Y es al mismo tiempo, el servicio humilde de Aquella que dice de sí misma: "He aquí la sierva del Señor" (Luc. 1-38). A la luz del misterio de la maternidad espiritual de María, busquemos entender el extraordinario mensaje que, desde aquí, de Fátima, comenzó a resonar por todo el mundo, desde el día 13 de Mayo de 1917, y que se prolongó durante cinco meses, hasta el día 13 de Octubre del mismo año.
6. La Iglesia enseñó siempre, y continúa en proclamar, que la revelación de Dios fue llevada a la consumación en Jesucristo, que es la plenitud de la misma, y que "no se ha de esperar ninguna otra revelación pública, antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo " (Dei Verbum, 4). La misma Iglesia aprecia y juzga las revelaciones privadas según el criterio de su conformidad con aquella única Revelación pública. Así, si la Iglesia aceptó el mensaje de Fátima, es sobre todo porque contiene una verdad y un llamado que, en su contenido fundamental, son la verdad y el llamado del propio Evangelio. "Convertíos (haced penitencia), y creed en la Buena Nueva (Mc. 1-15): son estas las primeras palabras del Mesías dirigidas a la humanidad. Y el mensaje de Fátima, en su núcleo fundamental, es el llamado a la conversión y a la penitencia, como en el Evangelio. Este llamado fue hecho en los inicios del siglo veinte y, por lo tanto, fue dirigido, de un modo particular a este mismo siglo. La Señora del mensaje parecía leer, con una perspicacia especial, las "señales de los tiempos", las señales de nuestro tiempo. El llamado a la penitencia es un llamado maternal; y, al mismo tiempo, es enérgico y hecho con decisión. La caridad que "se congratula con la verdad"(1Cor 13- 6) sabe ser clara y firme. El llamado a la penitencia, como siempre anda unido al llamado a la oración. En conformidad con la tradición de muchos siglos, la Señora del mensaje de Fátima, indica el rosario que bien se puede definir "la oración de María": la oración en la cual Ella se siente particularmente unida con nosotros. Ella misma reza con nosotros. Con esta oración del rosario se abarcan los problemas de la Iglesia, de la Sede de Pedro, los problemas del mundo entero. Además de esto, se recuerdan a los pecadores, para que se conviertan y se salven, y las almas del Purgatorio. Las palabras del mensaje fueron dirigidas a niños, cuya edad iba de los siete a los diez años. Los niños, como Bernadette de Lourdes, son particularmente privilegiados en estas apariciones de la Madre de Dios. De aquí deriva el hecho también de la simplicidad de su mensaje, de acuerdo con la capacidad de comprensión infantil. Los niñitos de Fátima se tornaron en los interlocutores de la Señora del mensaje y también sus colaboradores. Uno de ellos todavía está vivo.
7. Cuando Jesús dijo desde lo alto de la Cruz: "Señora, he aquí a Tu hijo" (Io. 19, 26), abrió, de manera nueva, el Corazón de Su Madre, el corazón Inmaculado, y le reveló la nueva dimensión del amor y el nuevo alcance del amor al que Ella fuera llamada, en el Espíritu Santo, en virtud del sacrificio de la Cruz. En las palabras del mensaje de Fátima nos parece encontrar precisamente esta dimensión del amor materno, el cual con su amplitud, abarca todos los caminos del hombre en dirección a Dios: tanto aquellos que siguen sobre la tierra, como aquellos que, a través del Purgatorio, llevan más allá de la tierra. La solicitud de la Madre del Salvador, se identifica con la solicitud por la obra de la salvación: la obra de Su Hijo. Es solicitud por la salvación, por la eterna salvación de todos los hombres. Al completarse sesenta y cinco años, después de aquel día 13 de Mayo de 1917, es difícil no descubrir cómo este amor salvador de la Madre abraza en su amplitud, de un modo particular, nuestro siglo. A la luz del amor materno, nosotros comprendemos todo el mensaje de Nuestra Señora de Fátima. Aquello que se opone más directamente al caminar del hombre en dirección a Dios es el pecado, el perseverar en el pecado, en fin, la negación de Dios. El apartar el nombre de Dios del mundo y del pensamiento humano. La separación de Él de toda la actividad terrenal del hombre. El rechazo de Dios por parte del hombre. En verdad, la salvación eterna del hombre solamente en Dios se encuentra. El rechazo de Dios por parte del hombre puede tornarse definitivo, lógicamente conduce al rechazo del hombre por parte de Dios (Cfr. Mat. 7- 23; 10- 33), a la condena. ¿Podrá la Madre, que desea la salvación de todos los hombres, con toda la fuerza de su amor que alimenta en el Espíritu Santo, podrá Ella quedarse callada acerca de aquello que mina las propias bases de esta salvación? No, no puede! Por eso, el mensaje de Nuestra Señora de Fátima, tan maternal, se presenta al mismo tiempo tan fuerte y decidido. Hasta parece severo. Es como si hablase Juan Bautista en las márgenes del río Jordán. Exhorta a la penitencia. Advierte. Llama a la oración. Recomienda el rosario. Este mensaje es dirigido a todos los hombres. El amor de la Madre del Salvador llega hasta donde quiere que se extienda la obra de la salvación. Y objeto de Su desvelo son todos los hombres de nuestra época y, al mismo tiempo, las sociedades, las naciones y los pueblos. Las sociedades amenazadas por la apostasía, amenazadas por la degradación moral. La derrocada de la moralidad trae consigo la derrocada de las sociedades.
8. Cristo dijo desde lo alto de la Cruz: "Señora, he aquí a Tu hijo". Y, con tales palabras, abrió, de un modo nuevo, el Corazón de Su Madre. Poco después, la lanza del soldado romano traspasó el costado del Crucificado. Aquel corazón traspasado se tornó en la señal de la redención, realizada mediante la muerte del Cordero de Dios. El Corazón Inmaculado de María abierto por las palabras - "Señora, He aquí a Tu Hijo" - se encuentra espiritualmente con el Corazón del Hijo traspasado por la lanza del soldado. El Corazón de María fue abierto por el mismo amor para el hombre y para el mundo conque Cristo amó, ofreciéndose a Sí mismo por ellos, sobre la Cruz, hasta aquel golpe de la lanza del soldado. Consagrar el mundo al Corazón Inmaculado de María, significa aproximarnos, mediante la intercesión de la Madre, de la propia Fuente de Vida, nacida en Gólgota. Este Manantial brota ininterrumpidamente, saliendo de él la redención y la gracia. En él se realiza continuamente la reparación por los pecados del mundo. Tal Manantial es sin cesar Fuente de vida nueva y de santidad. Consagrar el mundo al Inmaculado Corazón de la Madre significa volver de nuevo junto a la Cruz del Hijo. Pero quiere decir, además: consagrar este mundo al Corazón traspasado del Salvador, reconduciéndolo a la propia fuente de Redención. La Redención es siempre mayor que el pecado del hombre y que "el pecado del mundo". La fuerza de la Redención supera infinitamente toda especie de mal, que está en el hombre y en el mundo. El Corazón de la Madre está consciente de eso, como ningún otro corazón en todo el cosmos, visible e invisible. Y para eso hace la llamada. Llama no solamente a la conversión. Nos llama a que nos dejemos auxiliar por Ella, como Madre, para volvernos nuevamente a la fuente de la Redención.
9. Consagrarse a María Santísima significa recurrir a su auxilio y ofrecernos a nosotros mismos y ofrecer la humanidad a Aquel que es Santo, infinitamente Santo; valerse de su auxilio - recurriendo a su Corazón de Madre abierto junto a la Cruz al amor para con todos los hombres y para con el mundo entero - para ofrecer el mundo, y el hombre, y la humanidad, y todas las naciones, a Aquel que es infinitamente Santo. La santidad de Dios se manifestó en la redención del hombre, del mundo, de la humanidad entera y de las naciones: redención esta que se realizó mediante el sacrificio de la Cruz. "Por ellos, Yo me consagro a Mí mismo", había dicho Jesús" (Io. 17, 19). El mundo y el hombre fueron consagrados con la potencia de la Redención. Fueron confiados a Aquel que es infinitamente Santo. Fueron ofrecidos y entregados al propio Amor, al Amor misericordioso. La Madre de Cristo nos llama y nos exhorta a unirnos a la Iglesia del Dios vivo, en esta consagración del mundo, en este acto de entrega mediante el cual el mismo mundo, la humanidad, las naciones y todos y cada uno de los hombres son ofrecidos al Eterno Padre, envueltos con la virtud de la Redención de Cristo. Son ofrecidos en el Corazón del Redentor traspasado en la Cruz. La Madre del Redentor nos llama, nos invita y nos ayuda para unirnos a esta consagración, a este acto de entrega del mundo. Entonces nos encontraremos, de hecho, lo más próximo posible del Corazón de Cristo traspasado en la Cruz.
10. El contenido del llamado de Nuestra Señora de Fátima está tan profundamente radicado en el Evangelio y en toda la Tradición, que la Iglesia se siente interpelada por ese mensaje. Ella respondió a la interpelación mediante el Siervo de Dios Pío XII (cuya ordenación episcopal se realizara precisamente el 13 de Mayo de 1917), el cual quiso consagrar al Inmaculado Corazón de María el género humano y especialmente los Pueblos de Rusia. ¿Con esa consagración no habrá él, por ventura, correspondido a la elocuencia evangélica del llamado de Fátima? El Concilio Vaticano II, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia "Lumen Gentium" y en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Contemporáneo "Gaudium et Spes" explicó ampliamente las razones de los lazos que unen la Iglesia con el mundo de hoy. Al mismo tiempo sus enseñanzas sobre la presencia especial de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, maduraron en el acto en que Pablo VI, al llamar a María también Madre de la Iglesia, indicaba de manera más profunda el carácter de su unión con la misma Iglesia y de Su solicitud por el mundo, por la humanidad, por cada uno de los hombres y por todas las naciones: su maternidad. De este modo, fue todavía más profundizada la comprensión del sentido de la entrega, que la Iglesia es llamada a efectuar, recurriendo al auxilio del Corazón de la Madre de Cristo y nuestra Madre.
11. ¿Y cómo es que se presenta hoy delante de la Santa Madre que engendró al Hijo de Dios, en su Santuario de Fátima, Juan Pablo II, sucesor de Pedro y continuador de la obra de Pío, de Juan y de Pablo y particular heredero del Concilio Vaticano II? Se presenta con ansiedad, a hacer la relectura, de aquel llamado materno a la penitencia y a la conversión, de aquel llamado ardiente del Corazón de María, que se hizo oír aquí en Fátima, hace sesenta y cinco años. Sí, releerlo, con el corazón amargado, porque ve cuántos hombres, cuántas sociedades y cuántos cristianos, se fueron en dirección opuesta a aquella que fue indicada por el mensaje de Fátima. El pecado adquirió así un fuerte derecho de ciudadanía y la negación de Dios se difundió en las ideologías, en las concepciones y en los programas humanos! Y precisamente por eso, la invitación evangélica a la penitencia y a la conversión, expresa en las palabras de la Madre, continúa todavía actual. Más actual que hace sesenta y cinco años atrás. Y hasta más urgente.
Es por eso también que tal invitación será el próximo asunto del Sínodo de los Obispos, el año que viene, Sínodo para el cual ya estamos preparando. El sucesor de Pedro se presenta aquí también como testimonio de los inmensos sufrimientos del hombre, como testimonio de las amenazas casi apocalípticas, que pesan sobre las naciones y sobre la humanidad. Y busca abrazar estos sufrimientos con su débil corazón humano, al mismo tiempo que se pone bien delante del misterio del Corazón: del Corazón de la Madre, del Corazón Inmaculado de María. En virtud de esos sufrimientos, con la consciencia del mal que deambula por el mundo y amenaza al hombre, a las naciones y a la humanidad, el sucesor de Pedro se presenta aquí con una fe mayor en la redención del mundo: fe en aquel Amor salvador que es siempre mayor, siempre más fuerte que todos los males. Así, si por un lado el corazón se oprime, por el sentido del pecado del mundo, como resultado de la serie de amenazas que aumentan en el mundo, por otro lado, el mismo corazón humano se siente dilatar con la esperanza, al poner en práctica una vez más aquello que mis Predecesores ya hicieron: entregar y confiar el mundo al Corazón de la Madre, confiarle especialmente aquellos pueblos, que, de modo particular, tengan necesidad de ello. Este acto equivale a entregar y a confiar el mundo a Aquel que es Santidad infinita. Esta Santidad significa redención, significa amor más fuerte que el mal. Jamás algún "pecado del mundo" podrá superar este Amor. Una vez más. Efectivamente, el llamado de María no es para una sola vez. Él continúa abierto para las generaciones que se renuevan, para ser correspondido de acuerdo con las "señales de los tiempos" siempre nuevas. A Él se debe volver incesantemente. Hay que retomarlo siempre de nuevo.
12. Escribe el Autor del Apocalipsis: "Vi después la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del Cielo, de la presencia de Dios, lista como novia adornada para su esposo. Y, del trono, oí una voz potente que decía: He aquí la morada de Dios entre los hombres. Dios ha de vivir entre ellos: ellos mismos serán Su pueblo y Él propio - Dios-con-ellos - será Su Dios" (Apoc. 21- 2ss). La Iglesia vive de esta fe. Con tal fe camina el Pueblo de Dios. "La morada de Dios entre los hombres" ya está sobre la tierra. Y en ella está el Corazón de la Esposa y de la Madre, María Santísima, adornado con la gema de la Inmaculada Concepción: el Corazón de la Esposa y de la Madre, abierto junto a la Cruz por la palabra del Hijo, para un nuevo y gran amor del hombre y del mundo. El Corazón de la Esposa y de la Madre, conocedora de todos los sufrimientos de los hombres y de las sociedades sobre la faz de la tierra. El Pueblo de Dios es peregrino por los caminos de este mundo en dirección escatológica. Está en peregrinación para la eterna Jerusalén, para la "morada de Dios entre los hombres". Allá, donde Dios "ha de secarles todas las lágrimas de los ojos; la muerte dejará de existir, y no habrá más luto, ni clamor, ni fatiga. Lo que había anteriormente desapareció" (Cfr. Apoc. 21-4).
Pero "lo que había anteriormente" todavía perdura. Y es eso precisamente lo que constituye el espacio temporal de nuestra peregrinación. Por eso, miremos para "Aquel que está sentado en el trono" que dice: "Voy a renovar todas las cosas" (Cfr. Ibid. 21, 5). Y juntamente con el Evangelista y Apóstol, busquemos ver con los ojos de la fe "el nuevo cielo y la nueva tierra", porque el "primer cielo y la primera tierra" ya pasaron... Entre tanto, hasta ahora, "el primer cielo y la primera tierra" continúan, estando siempre a nuestro alrededor y dentro de nosotros. No podemos ignorarlo. Eso nos permite, sin embargo, reconocer qué gracia inmensa fue concedida al hombre cuando en medio de este peregrinar, en el horizonte de la fe de nuestros tiempos, se encendió esa "Señal grandiosa: una Mujer"! Sí, verdaderamente podemos repetir: "Bendita seas, hija, por el Dios altísimo, más que todas las mujeres sobre la Tierra! ... Procediendo con rectitud, en la presencia de nuestro Dios, ... Aliviaste nuestro abatimiento". Verdaderamente, Bendita sois Vos! Sí, aquí y en toda la Iglesia, en el corazón de cada uno de los hombres y en el mundo entero: sea bendita oh María, nuestra Madre dulcísima!

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